Trump migrantes - 22 Ene 25

Territorio Rojo. Los abuelos del crimen organizado - Un pódcast de MVS Radio - Miercoles

Un fuerte olor a hierba delató a aquella plantación de marihuana. Al principio, los policías de la comunidad de Merced, California, en el Valle de San Joaquín, pensaron que ese hedor provenía de algún grupo de amigos o familia que ejercía con pasión su derecho al consumo recreativo de cannabis. Luego, por la permanencia del olor que sólo rodeaba a un inmueble, intuyeron que se trataba de algo más: una instalación ilegal. Los policías pidieron a la tesorería de la ciudad de Merced los registros de fábricas, cultivos, dispensadores y comercializadores legales de marihuana. Ninguno correspondía a la direccion de donde provenía ese olor penetrante. Aquello confirmó que estaban frente a un negocio cannabico ilegal apenas a unos 650 kilómetros de Tijuana, Baja California, que en los últimos años se ha vuelto un bastión codiciado por Los Chapitos. Así que las autoridades se prepararon para actuar. Juntaron testigos, evidencias, fotografías y acudieron a un juez, que les firmó una orden de cateo. El pasado 26 de julio, la policía de California ejecutó ese mandato judicial: rodearon el inmueble y decenas irrumpieron en el edificio. Un golpe de olor dulzón a marihuana los recibió al patear la puerta. Los que entraron primero vieron un espejo de cuerpo completo en la planta baja. También, un ventilador para atenuar el olor. En el piso, desordenadas, varias cajas de cartón con marihuana empaquetada en dosis personales. Y sillas plegables para quienes tenían la tarea de recibir el cannabis, pesarlo, dividirlo, embolsarlo y encajarlo. Una típica casa de distribución de droga. Lo que en México llamamos “un punto” o “un piquero”. Adentro estaban 60 trabajadores, hombres y mujeres, quienes habían llegado al inmueble apenas unos días antes. Todos eran migrantes indocumentados que habían cruzado la frontera con la promesa de que en la Unión Americana les esperaba un trabajo honrado. En realidad, los polleros les tenían reservado un asiento en esa mitad plantación, mitad fábrica de marihuana en condiciones infrahumanas, cercanas a la esclavitud. Unos aceptaron porque debían a los polleros, es decir, al cártel que los había llevado. Otros bajaron la cabeza por miedo a ser asesinados, si renegaban de ese trabajo sucio. “Esto es descorazonador. Vamos a ayudar a estas personas”, dijo el sherif Vern Warnke. Y cumplió su promesa con una generosidad que yo no sé si veremos otra vez en la segunda administración Trump: ninguno de los 60 trabajadores migrantes indocumentados fueron arrestados. Al fin y al cabo, eran víctimas, no delincuentes, como esos que escaparon cuando vieron el operativo y siguen prófugos de la justicia. Le cuento esta historia a un hombre que me ha pedido que lo llame Raymond. Él es administrador de un plantío ilegal de marihuana en California. A pesar de la legalización, prefiere operar sin licencias para no pagar altos impuestos y vender a bajo costo. Por ende, su negocio es pujante. Y Raymond me cuenta algo que yo no había imaginado: también los narcotraficantes, como él, necesitan migrantes indocumentados para sus negocios sucios. Raymond me confiesa que está preocupado. La política de deportaciones masivas de Donald Trump también amenaza su forma de vida: sin migrantes indocumentados que trabajen para él —aunque ofrezca condiciones que él llama dignas, similares a un campo de jitomates o fresas— su negocio corre peligro. Otros como él comparten esa angustia: ¿qué fuerza laboral nos quedará, si millones sin papeles regresarán a la fuerza a sus países? El plan de deportaciones masivas de Trump podría provocar una caída del PIB anual entre el 4 y el 7%, lo que equivale a pérdidas de entre 1.1 y 1.7 billones de dólares anuales. Estas cifras superan el impacto de la Gran Recesión de 2007-2009, cuando el PIB se redujo un 4.3%. El impacto sería especialmente severo en California, Texas y Florida, donde viven casi la mitad de los inmigrantes indocumentados del país y 1 de cada 20 podría ser deportado. Para Raymond eso tendría un efecto claro en el mercado de drogas. Si empresas como la suya no tienen mano de obra, el mercado irá a otras variantes de drogas que no necesitan tanto personal, ni cuidadores de invernaderos, ni cultivadores ni piscadores, es decir, las drogas sintéticas. Y la mejor de todas es el fentanilo. Para marihuana ilegal, se necesitan 60 migrantes indocumentados. Para fentanilo, apenas unos cuantos cocineros. El plan de Donald Trump, dice, es un balazo en el pie: es la manera más sencilla de orillar a narcos gringos como Raymond a mudarse de los cultivos a lo sintético. Y entonces todo lo ganado contra el fentanilo se irá al carajo porque Donald Trump mandó al carajo también a nuestros paisanos.See omnystudio.com/listener for privacy information.

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